GESTA DEL COSO



    (Dramatis personae)
    El toro.
    El buey
    La muchedumbre



    América. Un coso. La tarde. El sol brilla radiosamente en un cielo despejado. En el anfiteatro hay un inmenso número de espectadores. En la arena, después de la muerte de varios toros, la cuadrilla se prepara para retirarse triunfante. El primer beluario, cerca de una huella sangrienta, está gallardo, vestido de azul y oro, muleta y espada bajo el brazo. Los banderilleros visten de amarillo y plata. En las chaquetas de los picadores espejean las lentejuelas al resplandor de la tarde. En el toril han quedado: un toro, hermoso y bravo, y un buey de servicio. Son de clarín


    La muchedumbre

    ¡Otro toro! ¡Otro toro!


    El buey

    ¿Has escuchado?

    Prepara empuje, cuernos y pellejo;
    ha llegado tu turno. Ira salvaje,
    banderillas y picas que te acosan,
    aplausos al verdugo; al fin, la muerte
    Y arriba, la impasible y solitaria
    contemplación del vasto firmamento.
    Yo, ridículo y ruin, soy el paciente
    esclavo. Soy el humillado eunuco.
    Mi testuz sabe resistir, y llevo
    sobre los pedregales la carreta,
    cuyas ruedas rechinan y en cuya alta
    carga de pasto crujidor, a veces,
    cantan versos los fuertes campesinos.
    Mis ojos pensativos, al poeta,
    dan sospechas de vidas misteriosas
    en que reina el enigma. Me complace
    meditar. Soy filósofo. Si sufro
    el golpe y la punzada, reflexiono
    que me concede Dios este derecho:
    espantarme las moscas con el rabo.
    Y sé que existe el matadero...


    El Toro

    ¡Pampa!

    ¡Libertad! ¡Aire y sol! Yo era el robusto
    señor de la planicie, donde el aire
    mi bramido llevó, cual son de cuerno
    que soplara titán de anchos pulmones.
    Con el pitón a flor de piel, yo erraba
    un tiempo en el gran mar de verdes hojas,
    cerca del cual corría el claro arroyo
    donde apagué la sed con belfo ardiente.
    Luego, fui bello rey de astas agudas:
    A mi voz respondían las montañas,
    y mi estampa, magnífica y soberbia,
    hiciera arder de amor a Pasifae.
    mas de una vez, el huracán indómito,
    que hunde los puños desgarrando el roble,
    bajo el cálido cielo del estío,
    sopló al paso su fuego en mis narices.
    Después fueron las luchas, Era el puma,
    que me clavó sus garran en el flanco
    y al que enterré los cuernos en el vientre.
    Y tras el día caluroso, el suave
    aliento de la noche, el dulce sueño
    sentir el alba, saludar la aurora,
    que pone en mi testuz rosas y perlas;
    ver la cuadriga de Tritón que avanza
    rasgando nubes con los cascos de oro,
    y alrededor de la carroza lírica,
    desaparecer las cálidas estrellas.
    Hoy aguardo martirio, escarnio y muerte...


    El buey

    ¡Pobre declamador! Está a la entrada
    de la vida una esfinge sonriente.
    El azul es a veces negro. El astro
    se oculta, desaparece, muere. El hombre
    es aquí el poderoso traicionero.
    Para él, temor. Yo he sido en mi llanura
    soberbio como tú. Sobre la grama
    bramé orgulloso y respiré soberbio.
    Hoy vivo mutilado, como, engordo,
    la nuca inclino.


    El toro

    Y bien: para ti el fresco
    pasto, tranquila vida, agua en el cubo,
    esperada vejez... A mí la roja
    capa del diestro, reto y burla, el ronco
    griterío, la arena donde clavo
    la pezuña, el torero que me engaña
    ágil y airoso en mi carne entierra
    el arpón de la alegre banderilla,
    encarnizado tábano de hierro;
    la tempestad en mi pulmón de bruto,
    el resoplido que levanta el polvo,
    mi sed de muerte en desbordado instinto,
    mis músculos de bronce que la sangre
    hinche en hirviente plétora de vida;
    en mis ojos dos llamas iracundas,
    la onda de rabia por mis nervios loca
    que echa su espuma en mis candentes fauces;
    el clarín del bizarro torilero,
    que anima la apretada muchedumbre;
    el matador, que enterrará hasta el pomo
    en mi carne la espada; la cuadriga
    de enguirnaldas mulas que mi cuerpo
    arrastrará sangriento y palpitante,
    y el vítor y el aplauso a la estocada
    que en pleno corazón clava el acero.
    ¡Oh, nada más amargo! A mí los labios
    del arma fría que me da la muerte;
    tras el escarnio, el crudo sacrificio,
    el horrible estertor de la agonía...
    En tanto que el azul sagrado, inmenso,
    continúa sereno, y en la altura,
    el oro del gran sol rueda al poniente
    en radiante apoteosis...


    La muchedumbre

    ¡Otro toro!


    El buey

    ¡Calla! ¡Muere! Es tu tiempo.


    El toro

    ¡Atroz sentencia!
    ayer el aire, el sol; hoy, el verdugo...
    ¿Qué peor que este martirio?


    El buey

    La impotencia.


    El toro

    ¿Y que más negro que la muerte?


    El buey

    ¡El yugo!

    Rubén Darío


    ¡Toros en Holanda!